La Revolución de la Ternura

presbitero hugo walter segovia

“Éramos insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de toda clase de sensualidad. Vivíamos en la maldad y la envidia, odiándonos unos a otros. Pero cuando se manifestó la bondad de Dios y su amor a los hombres, nos salvo, tan solo por su misericordia, haciéndonos renacer por el bautismo y renovándonos por el Espíritu Santo”.
Así nos dice, en la carta a su discípulo Tito, el apóstol Pablo.

No cuesta mucho ver allí una síntesis del sentido profundo de Navidad para la cual el Adviento nos invitaba a “abrir las puertas de la esperanza, a enderezar los caminos, pacificar las relaciones, purificar los sentimientos porque viene el Señor”.

Muchas canciones nos lo decían. Solo, por citar una, recordamos a Bing Crosby que, en pleno tiempo bélico cantaba: “alza los ojos y mira hacia arriba/en Navidad no se debe sufrir”. Navidad es un don del amor, lamentablemente ignorado u olvidado aunque nunca se extingue su perfume original aun en medio del ajetreo y hasta el desvió de su verdad o sentido

Hace 2000 años

¿Qué pasaba 2000 años atrás?. El emperador Augusto había ordenado un censo. Palestina era colonia del imperio y allí Herodes gozaba de los favores del monarca y había alcanzado el cargo con el voto del Senado. Como Roma respetaba las costumbres de sus colonias permitieron que los judíos fueran a inscribirse en su lugar de origen. José era esposo de María y debía recorrer unos 150 kilómetros de Nazaret, en las montañas de Judea, hasta el lugar en que había nacido el rey David de quien era descendiente. En ese tiempo un procónsul les decía a los griegos de Asia Menor que el nacimiento de Augusto iba a cambiar la historia de la humanidad, que era como el anuncio de una buena noticia. En griego la palabra “evangelio” era sinónimo de “buena noticia” y así, sin saberlo, estaba hablando del plan de Dios que tendría como etapa fundamental un nacimiento en Belén que seria, si, la buena noticia que iba a transformar la historia. El censo pobló a la ciudad y así tuvieron que recurrir a una gruta para que allí, tan lejos y tan distinto de lo que había ocurrido con Augusto, naciera un Niño que hace decir a Benedicto XVI: “tan poderoso que pueda hacerse débil y venir al encuentro nuestro para que podamos amarlo”.

Ahora

El 13 de marzo de 2013 escuchábamos decir, desde la plaza de San Pedro en la misma Roma de Augusto: “el poder del obispo de esta ciudad es servir con amor a toda la humanidad, particularmente a los pobres. Ahora empieza un camino de todos, obispo y pueblo. Este camino de la iglesia de Roma que, en el amor, preside a todas la iglesias”. Después nos ha ido diciendo no solo con palabras sino sobre todo con gestos que debemos custodiar el amor a los pobres, la unidad de los cristianos, la tierra común”. Sobre todo, sin perder la ternura. Más aun: “hoy hace falta una revolución de la ternura. No tengan vergüenza de tener ternura. Acarician la carne sufriente de Jesús”.

Era el papa Francisco que tomo el nombre de aquel que tuvo la inspiración de reproducir lo que paso aquella noche en Belén a través de los pesebres que hablan por sí solos, no desde las cátedras orgullosas de las ideologías porque sabía que ese niño diría después: “te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra porque ocultaste estas cosas a los sabios y a los prudentes y se las has mostrado a los humildes”.

Belén es el gran acontecimiento que se renueva cada año en la fiesta de Navidad pero que está siempre renovándose sobre el altar y la mesa de la Comunión pero también en las mesas donde se comparte el pan y el vino, fruto de la tierra y del trabajo de los hombres. A pesar de que cada Navidad nos encuentra dominados por las injusticias y la indiferencia, tan lejos de la revolución de la ternura y tan pendientes de los poderes de Augusto.